Hay comidas que no llenan la panza: llenan el corazón. Y hay olores que no vienen de la cocina, sino del alma. Uno de esos es el de la sopa.
En la casa de los Bergoglio, en el barrio de Flores, la sopa no faltaba nunca. No importaba si era lunes o domingo, si llovía o si había sol. La sopa estaba, como una abuela que no se mueve del sillón, como un gesto de esos que no hacen ruido, pero sostienen el día.
Francisco, que antes era Jorge, supo desde chico que la comida no era solo comida. Era acto de amor. De servicio. “Cocinar para otro es dar la vida”, le escucharon decir una vez a una hermana de clausura. Y él asentía, con esa cara de quien ha olido muchas veces una cocina sencilla.
Era un hogar de inmigrantes, donde se hablaba bajo, se rezaba fuerte y se comía lo que había. La sopa, dicen, era casi diaria. Y no por obligación, sino por convicción: porque el alimento no se mide en calorías, sino en cariño.
Sopa de verduras
Ingredientes:
1 cebolla grande 2 zanahorias 1 papa1 zapallito1 puñado de fideos chicos Aceite,Sal de vida,Pimienta como Castellani,laurel para ser libre ,Agua (o caldo, si hay)
Preparación:
1)Picar y rehogar la cebolla hasta que ablande, sin que se queme. Como el alma: no se apura, se cuida.
2)Sumar las verduras en trozos. Revolver como quien acaricia.
3)Cubrir con agua, salar apenas, y dejar que hierva suave.
4)Cuando todo esté tierno, agregar los fideos y apagar a los pocos minutos.
Se sirve en plato hondo, con pan al costado, y si hay alguien con quien compartirla mejor.
El toque especial o el gran secreto es ponerle mucho amor (Corazón!)
Una mesa argentina no está completa sin mate
Francisco tomaba mate todos los días. No por costumbre: por compañía. Una vez, en Santa Marta, alguien le preguntó si el mate era parte de su rutina. Respondió: “Más que rutina, es una conversación”.
Porque el mate no se toma, se comparte. Se espera. Se pasa. Como la fe. Como la vida.
Francisco creía en la mística de lo cotidiano. Que Dios no siempre se aparece en un milagro., A veces está en un plato caliente.
La sopa, como la Eucaristía, no se traga de un sorbo. Se saborea. Se agradece.
Una alimenta el cuerpo. La otra, el alma. Pero ambas, si se dan con amor, son presencia real.
Y si la sopa te sale floja…
No culpes a la receta. Tal vez lo que le falta es lo que no se compra: tiempo, ganas, o un silencio de esos que acompañan.
Cada bocado tiene su historia…
y esta sopa nos recuerda que no hace falta una gran ceremonia para hacer sagrado lo simple: alcanza con una olla, dos manos generosas, y el deseo de abrigar a otro desde adentro.