Villa María
Edición del 17 / 11 / 2025
               
17/11/2025 10:30 hs

La tragedia del misionero que visitó la isla más peligrosa del mundo

- 17/11/2025 10:30 hs
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John Allen Chau tenía 26 años cuando el 17 de noviembre de 2018 intentó descender a Sentinel del Norte, un lugar remoto del Océano Índico.

Existe un lugar en el Océano Índico que no figura en los itinerarios turísticos. No es un destino, es un final. La Isla Sentinel del Norte, en la Bahía de Bengala, es un fragmento de tierra de apenas 72 kilómetros cuadrados que el tiempo olvidó, o quizás, del que decidió esconderse. Sus playas de arena blanca y sus selvas esmeralda no ocultan un resort de lujo, sino un misterio de 60.000 años. Allí habitan los sentineleses, la última tribu de la Edad de Piedra, aislada de forma tan absoluta que un resfriado común podría aniquilarlos. Son los guardianes de un mundo perdido, y protegen su hogar con una hostilidad legendaria. El gobierno de la India, administrador formal de la isla, trazó una línea invisible en el agua, una zona de exclusión de cinco kilómetros. Ir allí no es solo peligroso; es ilegal.

Hace siete años, un joven estadounidense de 26 años llamado John Allen Chau decidió que esa ley no se aplicaba a él. O, más bien, que existía una ley superior que lo obligaba a violarla.

El mundo conoció su nombre el 17 de noviembre, cuando la noticia explotó: un misionero norteamericano había sido asesinado a flechazos por la tribu no contactada. Pero la verdadera historia, la que se esconde detrás de la aventura trágica, es un laberinto de fe ciega, obsesión y un posible delirio mesiánico que hiela la sangre. ¿Quién era John Allen Chau? ¿Y qué lo llevó a buscar el martirio en la isla más peligrosa del planeta?

Chau no era un novato. Era un espíritu aventurero, un médico de emergencias en el desierto, un entrenador de fútbol internacional y un montañista experimentado. Su cuenta de Instagram era un catálogo de viajes a lugares remotos, desde África hasta Asia. Pero debajo del explorador vibraba una convicción más profunda, una que lo consumía todo. John Allen Chau estaba convencido de que la única manera de hacer llegar su creencia en Dios y en Jesús era visitando aquellos rincones donde la “palabra” aún no había resonado.

Chau, miembro del grupo misionero “All Nations Family”, había planeado esta incursión durante años. A partir de 2015, realizó al menos cuatro viajes a las Islas Andamán y Nicobar, acercándose y estudiando el perímetro.

A mediados de octubre de 2018, llegó a Port Blair con una visa de turista, pero su propósito era todo menos turístico. Pagó a cinco pescadores locales una suma considerable para que lo llevaran, al amparo de la medianoche, a la zona prohibida.

Su diario de viajes, recuperado de los pescadores, es la crónica de una fatalidad anunciada. Es un testimonio escalofriante de la disonancia entre su fe y la realidad que se le venía encima.

El 14 de noviembre, llegaron a la isla. Al día siguiente, Chau se subió a un kayak y remó hacia la orilla cargado con regalos: peces, una pelota de fútbol, tijeras. Intentó hablarles en su idioma, Xhosa, sin éxito. Los sentineleses, descritos como bajos de estatura, con el pelo ensortijado y la piel oscura, emergieron de la jungla. Sus rostros no mostraban curiosidad, sino furia.

“Grité: ‘Mi nombre es John, te amo y Jesús te ama’”, escribió Chau en su diario. La respuesta fue inmediata. Un joven de la tribu tensó su arco y disparó. La flecha le atravesó la Biblia que Chau llevaba pegada al pecho, salvándole la vida.

Cualquier persona racional habría interpretado esto como una señal divina para huir y no volver jamás. Chau lo interpretó como un milagro que confirmaba su misión. Huyó al barco de los pescadores, pero solo temporalmente.

Esa noche, su diario reflejó la profunda fractura en su psique: “¿Por qué este hermoso lugar tiene que tener tanta muerte aquí? Espero que esta no sea una de mis últimas notas, pero si lo es, que ‘para Dios sea la Gloria’”. Y luego, escribió una frase que reveló el terror que su fe no lograba sofocar: “Dios, no quiero morir”.

El 16 de noviembre, entregó sus últimas notas a los pescadores. Les dijo que volvería a remar a la isla y que lo recogieran al día siguiente. Sabía que su aventura podía costarle la vida. Los pescadores contaron a la policía que vieron por última vez a Chau con vida el viernes.

A la mañana siguiente, el sábado 17 de noviembre, los pescadores vieron el desenlace desde la distancia prudencial del barco: observaron a los nativos arrastrar el cuerpo de Chau por la arena blanca y luego enterrarlo. La misión había terminado.

La noticia conmocionó al mundo. Se debatió sobre la imprudencia, el colonialismo religioso y el “complejo de Mesías”. Expertos en antropología calificaron su misión de “aventura tonta”, señalando que Chau no solo arriesgó su vida, sino la de toda la tribu, que no tiene inmunidad a las enfermedades modernas.

La familia de Chau publicó un comunicado perdonando a los asesinos. Ellos estaban convencidos de que su hijo había querido enseñarles la palabra de Dios a los aborígenes, quienes no tomaron con gusto su llegada. Su madre, Lynda Adams-Chau, se aferró durante días a una esperanza desesperada, diciendo a The Washington Post que sus oraciones le decían que su hijo aún estaba vivo. Pero el gobierno de la India, tras un intento fallido de recuperar el cuerpo (fueron recibidos con arcos tensados), desistió.

Siete personas, incluidos los cinco pescadores, fueron arrestadas por ayudarlo. Los sentineleses, por supuesto, fueron librados de culpa y cargos. Samuel Brownback, entonces Embajador en General para la Libertad de Religión Internacional de EE. UU., lo confirmó: el crimen no tuvo imputados.

Pero a medida que el asombro inicial se disipaba, emergió una explicación nueva y mucho más inquietante. ¿Y si la muerte de Chau no fue un accidente trágico en un intento de evangelización, sino el objetivo mismo? ¿Por qué volvió después de que una flecha casi le quitara la vida?

La respuesta puede estar en la teología de “All Nations Family” y en la propia interpretación de Chau de las Escrituras. En los días posteriores, los investigadores profundizaron en las creencias del grupo. Chau no solo quería salvar a los sentineleses; algunos sugieren que Chau habría “intentado provocar el Apocalipsis para la segunda llegada de Jesús”.

Suena a delirio, pero los documentos de su propia iglesia lo respaldan con una claridad aterradora. La “Declaración de Fe” de All Nations Family, en su punto 11, detalla esta creencia: “Creemos y estamos orando por una gran cosecha de almas y el surgimiento de una iglesia victoriosa al final de la era que experimentará una pureza y un poder sin precedentes para predicar el evangelio como un ‘testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin’”.

En la mente obsesiva de John Allen Chau, los sentineleses eran la última nación. Eran la pieza final del rompecabezas cósmico, el último candado que impedía el regreso de Cristo.

Esta teoría reformula cada acción de Chau. Su primer intento no fue un fracaso, fue un testimonio. La flecha en la Biblia no fue una advertencia, fue una señal de que Satanás protegía la isla. Y su segunda incursión, la que sabía que podría ser mortal, no era una misión de conversión, era una misión de sacrificio.

En su última carta a su familia, enviada el día antes de morir, Chau hizo una mención específica a ese apartado de la declaración de principios de su iglesia. ¿Creía el joven misionero que, al morir a manos de la última tribu no contactada, estaba entregando el “testimonio final” que requería la profecía?.

¿Se vio a sí mismo como el catalizador que forzaría la mano de Dios y desencadenaría el fin de los tiempos? Ya no era un simple misionero. Era, en su propia mente, el hombre que iniciaría el Apocalipsis.

El mundo debatió si Chau fue un mártir, un loco o un temerario. Pero la verdad es quizás más asombrosa. John Allen Chau pudo haber sido un hombre que se creyó protagonista de la última profecía bíblica, un hombre cuya “ceguera religiosa” lo convenció de que su muerte en una playa solitaria no sería un final trágico, sino el comienzo del fin del mundo.

Hoy, siete años después, la Isla Sentinel del Norte sigue envuelta en su misterio. Las olas borraron las huellas de Chau, y la selva se tragó el lugar de su tumba. Los sentineleses siguen allí, ajenos al Dios, al debate y al joven que creyó que su sangre podía acelerar la segunda venida del Señor a la tierra. El enigma de John Allen Chau no es por qué murió, sino por qué estaba tan desesperado por hacerlo.

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