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Edición del 07 / 07 / 2025
               
07/07/2025 09:40 hs

El día que el mundo despidió a Michael Jackson: un ataúd bañado en oro y las cartas secretas que sus hijos dejaron junto al cuerpo

Internacionales - 07/07/2025 09:40 hs
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El Rey del Pop fue enterrado en un cajón que costó 25.000 dólares. La ceremonia íntima y cómo fueron sus últimas horas
La noche del 7 de julio de 2009, el cuerpo de Michael Jackson fue llevado al Gran Mausoleo de Holly Terrace, en el cementerio Forest Lawn de Glendale, una colina verde al norte de Ángeles donde también descansan Clark Gable y Humphrey Bogart.

El féretro —bronce macizo, bañado en oro de 14 quilates, forrado en terciopelo azul— descansaba sobre una base de concreto, sellado para siempre. Costó 25.000 dólares. Dentro, el Rey del Pop vestía uno de sus trajes más brillantes, rostro maquillado, guantes blancos. Había algo más: las notas manuscritas de sus hijos, Prince, Paris y Blanket. Tres cartas en miniatura que sólo ellos conocían, metidas entre las telas, junto a su pecho.

El mausoleo estaba cerrado al público. Solo la familia y los íntimos. No se permitieron cámaras, ni fans, ni lágrimas mediáticas. El cuerpo de Michael, antes objeto de millones de flashes, ahora era invisible.

Días antes, el Staples Center había sido el escenario de un funeral mediático. En el mismo estadio donde juegan los Lakers, el mismo donde Michael había ensayado apenas 24 horas antes de morir, ahora lo despedían 17.500 personas. Estaban Mariah Carey, Stevie Wonder, Brooke Shields, Lionel Richie, Smokey Robinson, Jennifer Hudson, su familia, sus fans, sus imitadores. Todo un planeta conectado en vivo por televisión.

Afuera, las calles colapsaban. Adentro, una niña tomó el micrófono.

—Desde que nací, papi fue el mejor padre que uno pueda imaginar —dijo Paris Jackson, con la voz quebrada, de pie frente al ataúd dorado.

Las últimas horas del Rey del Pop

La noche anterior a su muerte había sido gloriosa para Michael. Ensayó durante horas en el Staples Center, como si el tiempo hubiera dado marcha atrás. Moonwalk perfecto. Agudos sostenidos. “This Is It” —el espectáculo de despedida— estaba casi listo. Bailó como en los ochenta. Al terminar, abrazó a sus bailarines uno por uno.

Volvió a su mansión de Carolwood Drive, en Holmby Hills, exhausto pero eufórico. Su médico personal, Conrad Murray, lo esperaba.

Llevaba meses sin poder dormir. No era insomnio. Era terror nocturno, ansiedad química, un cuerpo agotado. Quería lo único que le aseguraba el apagón total: Propofol, un anestésico quirúrgico. Murray se negó. Sabía que eso podía matarlo. Lo sabía.

Entonces Michael perdió la calma. Tomó una batería de drogas de su arsenal personal: Valium, Lorazepam, Versed, Ativan.

A la mañana siguiente, Murray cedió. Le conectó el Propofol por vía intravenosa. Minutos después, volvió a la habitación. Michael Jackson seguía en la cama. Ojos cerrados. Respiración ausente.

El médico se acercó. Colocó la mano sobre el pecho. Buscó pulso. Nada.

—¡Michael! ¡Michael! —gritó.

Primero intentó reanimarlo. Pasaban los minutos y no lo logró. entonces llamó al 911. Era demasiado tarde.

A las 12:26 del mediodía del 25 de junio de 2009, en esa habitación sin ventanas, el Rey del Pop murió de un paro cardíaco provocado por sobredosis de Propofol. Tenía 50 años.

Su cuerpo fue trasladado al hospital Ronald Reagan UCLA Medical Center. A las 2:26 PM, fue declarado muerto oficialmente.

Las denuncias de abuso en su contra

La primera denuncia vino de alguien cercano. Fue un nene de 13 años, Jordan Chandler. corría el año 1993.

Michael Jackson pasaba días enteros con él. Lo llevaba en limusina, le compraba juguetes, dormían juntos en Neverland. A veces se vestían igual. Todo parecía un juego. Hasta que Evan Chandler, el padre del chico, lo acusó de abuso sexual.

La industria se atrincheró. Michael lo negó todo. Solo su hermana La Toya lo llamó pedófilo. Años después se retractó. Pero la palabra ya estaba dicha. El acuerdo fue por 23 millones de dólares para evitar el juicio.

A partir de ese momento, la imagen pública de Jackson nunca volvió a ser la misma. La prensa no lo soltó. Los fans se dividieron. Él comenzó a consumir más calmantes.

Una década después, 2003, otro niño: Gavin Arvizo, también de 13 años. Esta vez hubo allanamientos en Neverland. Testimonios de empleados.

El caso fue a juicio. En 2005, el jurado lo absolvió. La defensa logró demoler a los testigos. Los abogados celebraron. Pero Jackson ya no volvió a ser libre, al menos no en la mirada del mundo.

El golpe final llegó post mortem: “Leaving Neverland” (2019), el documental que rompió el pacto de silencio. Dos hombres adultos, Wade Robson y James Safechuck, contaron con precisión quirúrgica cómo fueron los abusos. Detalles íntimos y rutinas perversas. Todo filmado en cámara fija, sin música.

—Me decía que si alguien se enteraba, los dos iríamos presos. Y que nuestras vidas estarían arruinadas —dijo Robson.

El ascenso del Rey del Pop

En Marzo de 1983, Michael apareció en el especial de televisión “Motown 25: Yesterday, Today, Forever”. Michael Jackson sube al escenario con su sombrero clásico, su guante blanco y sus zapatos brillantes. Canta “Billie Jean”. Hace un giro. Se desliza hacia atrás. El Moonwalk. La audiencia grita. Los bailarines se miran sin entender. El resto es historia.

En ese momento, Michael Jackson no era solo un cantante. Era un fenómeno cósmico. Thriller, su disco lanzado un año antes, ya había vendido millones. Pero esa noche selló su reinado. Lo apodaron “El Rey del Pop”, y nadie osó disputarlo.

En el estudio, Quincy Jones producía y dirigía, pero la energía era de Michael. “Wanna Be Startin’ Somethin’”, “Beat It”, “Human Nature”, “The Girl Is Mine”, “PYT”, “Billie Jean”, “Thriller”. Ocho canciones, siete hits globales.

El videoclip de “Thriller” cambió la historia. Diecisiete minutos de zombis, coreografías, cine y terror pop. Era 1983 y MTV se transformaba en un altar. Ningún artista afroamericano había logrado rotación continua. Hasta que llegó él. Con una chaqueta de cuero y ojos amarillos.

El video costó medio millón de dólares. En un año, el álbum vendió 70 millones de copias. Apareció en la portada de Time, de Rolling Stone, de Ebony. Entró a la Casa Blanca. Ronald Reagan lo recibió como ícono cultural.

—Tus canciones enseñan valores —le dijo el presidente de Estados Unidos.

Michael solo sonrió.

Se convirtió en la persona más famosa del planeta. Más que Madonna. Más que Elvis. Más que los Beatles.

Pero también era un niño encerrado en un cuerpo mutante. Un solitario con micrófono. Un hombre que, a los 25 años, ya había conquistado todo. Y sin embargo, no parecía feliz.

Los cambios en su cuerpo

La nariz se volvió más fina. Luego puntiaguda. Luego recta. Luego ausente. La piel, antes marrón canela, se volvió marfil. Los pómulos se elevaron. El mentón cambió. El rostro, lentamente, dejaba de parecer humano.

En 1993, Oprah Winfrey le preguntó en vivo:

—¿Te blanqueaste la piel?

Michael se quedó en silencio. Luego respondió:

—No. Tengo una enfermedad. Se llama vitiligo.

Era verdad. La autopsia lo confirmó años después. Su cuerpo tenía manchas desiguales, piel sin pigmento. Pero también se cubría con maquillaje. Y había cambiado quirúrgicamente su cara.

—¿Por qué tantas cirugías? —preguntó Oprah.

—Apenas me hice la nariz y el mentón —mintió.

En realidad, los cirujanos contaron más de una docena de procedimientos. Algunos reconstructivos y otros estéticos.

En 1984, una explosión pirotécnica le quemó el cuero cabelludo durante el rodaje de un comercial de Pepsi. Lo hospitalizaron con quemaduras de segundo y tercer grado. Desde entonces, el dolor nunca se fue. Usaba peluca. Se pegaba prótesis al cráneo. Se tatuó la línea frontal del pelo para simular abundancia.

—Cuando me miran, no ven quién soy. Ven lo que quieren ver —dijo una vez.

Con el tiempo, la voz también cambió. Más aguda. Algunos decían que era fingida. Otros, que era un trauma infantil. Nunca quedó claro.

Michael Jackson se convirtió en una figura irreconocible. Para muchos, irreconocible incluso para sí mismo.

El ocaso de Neverland

Tras los juicios por abuso sexual de menores quedó poco de su mansión neverland. Los animales habían sido vendidos. Los juegos, desmontados. Los empleados no cobraban. Las fuentes secas. La música, apagada.

Michael Jackson debía más de 300 millones de dólares. No tenía discos nuevos. No hacía giras. No daba entrevistas.

Para sostener su tren de vida —médicos privados, seguridad 24 horas, mascarillas de seda, helicópteros— había hipotecado hasta el catálogo de los Beatles.

Un banco saudí lo perseguía. Una farmacia de Beverly Hills le reclamaba 100.000 dólares en medicamentos. Un abogado, 18.000. Otro, 4 millones. Los amigos se habían ido. El teléfono ya no sonaba.

—Tengo que volver —dijo en 2009.

“This Is It”: 50 shows en el O2 Arena de Londres. Sería la última gira. La vuelta. El cierre dorado.

No lo fue. Durante los ensayos, los bailarines notaban algo extraño. Michael era un espectro.

—No era el hombre que conocía —dijo su maquilladora, Karen Faye.

Tenía miedo de dormir. Miedo de no despertar. Insomnio crónico. Se dormía solo con anestesia. Se despertaba con pánico.

Conrad Murray, su médico, decía que estaba bien. Que podía con todo. Que estaba fuerte.

Michael vivía dentro de una suite médica. Camas especiales. Cortinas opacas. Cámaras de vigilancia. Pastillas alineadas por nombre, dosis y color. El 25 de junio de 2009, se derrumbó. El cuerpo no soportó más.


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